18 septiembre 2002

Una Tercera de ABC contestada por el rector de la Carlos III

Polémica por la Ley de Reforma Universitaria de Maravall entre Ricardo García Cárcel (ABC) y Gregorio Peces Barba Martínez (EL PAÍS)

Hechos

La ‘Tercera’ de ABC del 9 de agosto de 2002 fue replicada en una Tribuna de EL PAÍS del 18 de septiembre de 2002.

09 Agosto 2002

La cuestión universitaria

Ricardo García Cárcel

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UN rápido repaso de la trayectoria histórica de la Universidad española nos revela una constante y tensa dialéctica entre el gremialismo atávico, como originario de la Universidad de partida, la medieval, y el intervencionismo estatalista, que ha buscado insertar el gremio en el marco de los intereses del Estado. El corporativismo gremial con su clásica jerarquía maestros-oficiales-aprendices ha levantado siempre la bandera de la independencia; el intervencionismo se ha producido en nombre de la sociedad a la que sirve la Universidad, aunque la mayor parte de las veces ha supuesto la politización de aquélla. La vieja universidad medieval que había regulado Alfonso X en el Título 31 de la Segunda Partida reflejó las primeras evidencias de la peliaguda «cuestión universitaria» en los siglos XVI y XVII: descontrol en la creación de centros universitarios (veinticuatro universidades se añaden de 1500 a 1620 a las doce ya existentes, de ellas sólo cinco con categoría de universidades mayores), el caos organizativo (las de la Corona de Aragón eran municipales; unas se acogieron al permiso pontificio, otras a la aprobación real; unas se regían por el criterio electivo boloñés de sus profesores, otras por el modelo parisino de nominación por sus jerarquías…); la precariedad económica; las difíciles relaciones internas de sus profesores (el caso Fray Luis de León fue un testimonio de esas tensiones)…

La Universidad en los siglos XVI y XVII se convierte en una mera cantera de burócratas-letrados que nutren la administración creciente del Estado, pero formados mayoritariamente en la escolástica controlada por el clero y, desde luego, filtrados convenientemente a través del corporativismo elitista de los Colegios Mayores. El cuadro que nos dejaron Cervantes, alumno de la Universidad de Salamanca, o Mateo Alemán de la de Alcalá es bien expresivo de la lejanía que la Universidad de la época tenía respecto al pensamiento moderno más avanzado del momento.

En la segunda mitad del siglo XVIII vemos reabrirse la atormentada imagen de la Universidad como problema. La guerra de Sucesión ya reflejó batallas intragremiales en la Universidad entre los sectores projesuítico y prodominico, que Felipe V intentó reconducir en favor de los primeros y después con creaciones como la Universidad de Cervera que, más allá de criterios penalizadores contra Cataluña, representó la voluntad de introducir la modernización en el marco administrativo de la vieja Universidad feudal. Las críticas de Feijoo, Torres Villarroel o Jovellanos al panorama universitario, el esfuerzo de los manteístas con Pérez Bayer a la cabeza para romper el rígido monopolio del poder por parte de los colegiales, la ofensiva «jansenista» contra el corporativismo jesuita que se saldó con la expulsión de la Compañía en 1767… no son sino piezas del puzzle reformista que la monarquía borbónica intenta introducir en la Universidad.

Pero el gremialismo le ganará la batalla al Estado. El miedo a la Revolución de Floridablanca abriría el camino hacia una reacción ideológica que acabará enterrando las buenas intenciones del Informe de 1813 de Quintana, canto de cisne del Estado liberal respecto a la Universidad (propuesta de supresión de once universidades, promoción de las ciencias…). Fernando VII resucitará los colegios y sólo en el Trienio Liberal se cumplirá uno de los sueños de Quintana: la creación de la Universidad Central. El discurso de Quintana el día de la instalación de la Universidad Central hacía gala del típico ingenuo optimismo liberal. Inmediatamente después, en 1824, el Plan Calomarde, las guerras carlistas y las peripecias políticas del siglo XIX hundieron literalmente la Universidad hasta extremos impensables. Los políticos moderados (Pidal y Gil y Zárate a la cabeza), en el marco de una Universidad en ruinas, con el gremio universitario roto en mil pedazos, intentaron imponer un modelo de Universidad centralizada, estatalizada y burocratizada hasta el extremo (sólo once universidades con seis facultades). Del modelo napoleónico sólo quedaba en España el continente administrativo previamente depurado de cualquier contenido ideológico. La batalla gremio-Estado parecía haberla ganado esta vez el Estado. El Plan Orovio de 1875 fue una de las aportaciones del canovismo político y significó la introducción de una represión ideológica que chocó con lo mejor de la Universidad del momento. González de Linares, Calderón, Castelar, Giner, Salmerón, Azcárate, Montero Ríos, Figuerola, Moret y una larga nómina de profesores se enfrentaron abiertamente con el gobierno. El Estado racionalizador se había convertido en el Estado reaccionario. En 1876 nacía la Institución Libre de Enseñanza (ILE) alternativa a la «cuestión universitaria» del siglo XIX, alternativa con una oferta ideológica liberal y europeísta desde marcos institucionales privados. Toda mi generación, tan dada a la glosa de la Universidad pública frente a la privada paradójicamente, hemos soñado con las presuntas maravillas de la ILE.

La «cuestión universitaria» se volvió a plantear a caballo de las primeras grietas que se abren con el franquismo. La experiencia de 1968 impregnó muchas de las reflexiones de los intelectuales que pontificaron sobre la Universidad española en los últimos estertores del franquismo. Surgieron, al calor de este contexto, las Universidades Autónomas y, acabado el franquismo, vino al mundo la Ley de Reforma Universitaria (LRU), concreción de muchos de los fantasmas sesentayochistas. Aquel voluntarismo progresista supuso la inserción del ámbito universitario en el Estado de las autonomías y la apuesta masiva por el modelo funcionarial que pocos años antes había fustigado el profesorado progresista. Todo el discurso ideológico contra los viejos catedráticos se trocó en un reciclado criterio gremialista de reparto de la tarta universitaria en un momento excepcional de multiplicación de universidades nuevas y crecimiento del número de alumnos. El Estado se inhibió de cualquier criterio racionalizador. La pirámide gremial se fue invirtiendo con muchos más maestros y cada vez menos oficiales y aprendices. Alejandro Nieto fustigó en 1984, con notable sentido de futuro, la «tribu universitaria» surgida de la LRU. La «cuestión universitaria» ha reverdecido en los últimos años a caballo de las frustraciones de aquella LRU. Hoy tenemos un panorama universitario que recuerda lo peor de la Universidad de los siglos XVI y XVII, con algunas universidades que pronto tendrán más profesores que alumnos, un gremio de profesores mal avenidos entre sí -las oposiciones en cada universidad han hecho estragos en las relaciones personales-, una inmovilidad vertical y horizontal prácticamente total con la ausencia lógica de expectativas, la misma lejanía de la sociedad-mercado que la Universidad ha tenido tradicionalmente y, lo más grave, una juventud estudiantil que, al menos en el ámbito de las Humanidades, tiene un futuro peor que preocupante, que constituye una fuente de graves problemas sociales y políticos. La Ley de Ordenación Universitaria ha nacido con la voluntad de enfrentarse a la nueva «cuestión universitaria» pero no puedo evitar ser pesimista ante la misma. Por lo pronto, ha nacido hipotecada por el trágala impuesto (último coletazo gremial que busca ante todo reproducirse desde dentro) por la masiva convocatoria de concursos para institucionalizar a los actuales PNN, rememorando la funcionarización masiva del profesorado que supusieron las famosas «idoneidades». La Universidad queda herméticamente cerrada al menos por diez o quince años. Me temo que, una vez más, el gremialismo ha ganado al batalla al Estado. Pero no adelantaremos acontecimientos. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Y esperanza hace falta para superar el pesimismo que suscita la contemplación de la realidad actual de la Universidad en nuestro país.

18 Septiembre 2002

Elogio de la LRU

Gregorio Peces-Barba Martínez

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Muchas veces desde que se planteó el debate de la LOU, y especialmente en aquellas ásperas semanas en que todos los mercenarios de la pluma se lanzaron a demonizar a la LRU y a los que criticábamos el nuevo proyecto, he sentido la necesidad de reivindicar el valor progresivo y modernizador de la Ley de Reforma Universitaria. También durante estos meses he repetido que la Universidad Carlos III de Madrid es un proyecto derivado de esa ley, durante cuya vigencia se ha desarrollado en sus 12 primeros años, y los resultados no han sido malos. Un artículo del profesor García Carcel, que publicó el 9 de agosto en la prestigiosa tercera de Abc, haciendo responsable a la LRU de todos los males universitarios, del corporativismo, del gremialismo y de la irracionalidad, me ha parecido tan injusto y tan sesgado que he creído necesario explicar mi opinión sobre la Ley Universitaria socialista. Cuando dice el profesor García Carcel que ‘el Estado se inhibió de cualquier proyecto racionalizador’ y cuando se atribuye, también a la ley, las consecuencias de ‘la tribu universitaria’ que tan bien describió Alejandro Nieto en 1984, apenas entrada en vigor, me parece un deber de justicia salir al paso de esas afirmaciones de un respetable colega universitario desde mi propia experiencia. Me ha parecido admirable el distanciado y elegante silencio del profesor José María Maravall, padre e impulsor de la anterior ley, y también de sus colaboradores, pero no creo que en este momento sea ya posible callar.

La injusticia y la visión deformada del profesor García Carcel se acrecienta porque ese reproche descalificador de la LRU se acompaña de un silencio clamoroso sobre el largo periodo de la Universidad franquista. Con una referencia despectiva a los ‘intelectuales que pontificaron sobre la Universidad española en los últimos estertores del franquismo’, sus referencias a esa época se agotan con la escueta expresión ‘acabado el franquismo’. Como las referencias de ambos momentos están tan desequilibradas, merece la pena recordar a los centenares de catedráticos expulsados de sus cátedras, o fusilados o en el exilio, al final de la guerra civil, y los vencedores estampillados como licenciados o ingenieros, o convertidos en catedráticos en aquellos exámenes patrióticos de los años cuarenta. Conviene también recordar el gobierno autoritario con rectores nombrados a dedo, y tribunales de oposiciones del mismo origen, así como la discriminación y persecución que sufríamos hasta en los primeros años setenta los profesores jóvenes de izquierdas, experiencia que viví en mis propias carnes, como otros muchos colegas. Cómo se puede olvidar la represión estudiantil, sobre todo a partir de los años sesenta, con los expedientes, las multas, la acción de los tribunales militares y del Tribunal de Orden Público, o el asesinato a manos de la policía del estudiante de Derecho don Enrique Ruano Casanova, tipificado así por sentencia del Tribunal Supremo. ¿Se puede olvidar que la LRU es el cierre de ese siniestro periodo y la devolución de la libertad y de la autonomía a la Universidad, de acuerdo con el mandato constitucional? Ese olvido, que es extenso y profundo, desequilibra el diagnóstico de García Carcel. Es un olvido imperdonable, sobre todo para un historiador.

Pero la LRU acierta en muchas más cosas, y es precursora de otras que ahora nos vienen desde esa idea del espacio universitario europeo.

Restablece unos tribunales de oposiciones con tres miembros elegidos por sorteo y dos nombrados por la Universidad, que no se olvide es la comunidad titular del derecho a la autonomía universitaria. ¿Es criticable ese modelo frente a la designación por el Ministerio, que era el sistema del franquismo? Con ese sistema han sido reclutados excelentes catedráticos y excelentes titulares. ¿Es atribuible a la ley que hayan existido patologías e injusticias o ha sido resultado de una acción torcida de miembros concretos de la comunidad universitaria?

La ley pretendió una renovación de los planes de estudio para modernizarlos, y ahora vemos que también para europeizarlos. Así, favoreció la reducción a cuatro años de las licenciaturas y a cinco de las ingenierías, y también la potenciación de las diplomaturas y de las ingenierías técnicas y también la posibilidad de acceso de una carrera a otra y de titulaciones sólo de segundo ciclo. A través de pasarelas con complementos de formación se facilitó con los reglamentos de desarrollo de la ley esa comunicación entre titulaciones que ahora se llama la transversalidad, que favorece la movilidad estudiantil entre varias carreras. Frente a esos planteamientos tomaron posiciones los sectores más inmovilistas, que torpedearon la reforma, se negaron a reducir los planes de estudios, a aceptar el sistema de créditos. ¿Es la LRU la corporativa o lo son más bien esos sectores? Cuando se intentó que la carrera de periodismo fuera sólo de segundo ciclo y que se pudiera acceder a ella con complementos desde otras titulaciones, un numeroso grupo de profesores del área de periodismo, felizmente no todos, con muchos decanos a la cabeza, se opusieron a este intento, planteando incluso un recurso contencioso-administrativo que acaban de perder definitivamente en el Tribunal Supremo. ¿Quiénes eran en este caso los gremialistas? He estado presente en debates en el Consejo de Universidades donde dos distinguidos colegas elegidos en el Parlamento a propuesta del PP se oponían con todo vigor a las pasarelas que facilitasen la movilidad y la transversalidad de los estudios favorecida por la LRU, y hoy uno de los puntos centrales del modelo europeo. ¿Quién estaba en este caso en la línea correcta?

En la organización de la Universidad, la LRU pretendió construir el modelo desde los departamentos y desde centros donde se impartiesen varias titulaciones. Ése es exactamente el modelo de la Carlos III, que ha facilitado establecer enseñanzas simultáneas, y en eso hemos sido pioneros, mientras que esos mismos sectores se resistían y mantenían el régimen de la facultad con una única titulación, lo que ha dificultado enormemente esas innovaciones.

Además, conquistas muy positivas como el artículo 11, que abría la oportunidad de dictámenes profesionales y de impulsar la consultoría entre el profesorado universitario y favorecer igualmente la investigación, son obra de la vituperada ley. Como lo era el artículo 46-2, que inició, como signo de calidad universitaria, la evaluación individual por las propias universidades de la actividad docente, investigadora y de gestión de los profesores.

Dice García Carcel que la nueva ley, la LOU, ha nacido con voluntad de enfrentarse con la cuestión universitaria hoy. No coincido con ese dictamen, y creo que la ley nueva, en su afán revanchista y rectificador, ha multiplicado los problemas, porque ha dado la razón a los inmovilistas y porque crea más dificultades que las que resuelve. La señora ministra y su equipo van a ser juzgados con mucha dureza en la historia de las universidades. Su precipitación, su voluntad de distanciarse de todos los proyectos de la LRU, incluso su ridícula acción de cambiar muchos nombres de los órganos de gobierno de la Universidad, traerán a medio plazo males difíciles de reparar. Y ese brindis al sol progresista con la conversión de todos los contratos en contratos de trabajo, sin haber medido las consecuencias, es una imprudencia que puede costar muy cara. Como han olvidado que sólo el Estado es competente en materia de legislación laboral, y no han creado contratos laborales específicos, esos profesores se ajustan a la legislación laboral común, con lo que se produce un deterioro de la carrera universitaria, donde todos los gatos serán pardos y el punto central de evaluación, con intervención de los sindicatos, será la estabilidad en el empleo y no el nivel académico del candidato. Contarán más los años de permanencia que un buen currículum y además explotará la endogamia.

Hay que sacudir al país y a su opinión pública para que abandonen cualquier sensación de que el problema se ha acabado con la nueva ley, cuando la realidad es que se ha agravado porque la ley misma es un problema. Pero parece que todo está resuelto porque los medios de comunicación han dejado de considerar a la

Universidad como centro de atención, y la opinión pública debe saber la verdad, tanto la falta de veracidad de muchos ataques a la LRU como el espejismo del valor positivo de la nueva ley. La Universidad ha superado otras situaciones más extremas, como esa etapa del franquismo que ahora se quiere silenciar. También se superará ésta y se acabarán desvelando los defectos de la LOU. Ni siquiera los más beneficiados por ellas, las universidades privadas, se atreven a defenderla. Yo sí he querido hacerlo con la LRU, porque me parece una exigencia de la probidad académica y una deuda que tenemos todos los universitarios con José María Maravall y con todos sus colaboradores.

Gregorio Peces-Barba Martínez es rector de la Universidad Carlos III.