4 agosto 1979

Savater califica de 'bellaco' al profesor acusándole de querer hacerse famoso a base de meterse con él

Duelo dialéctico en EL PAÍS entre los escritores Fernando Savater y Federico Jiménez Losantos (de ‘Diwan’)

Hechos

En agosto de 1979 el diario EL PAÍS cedió sus páginas a dos colaboradores habituales, Fernando Savater o Federico Jiménez Losantos, mantuvieran un duelo de artículos no exentos de insultos.

Lecturas

La aparición de las autonomías en España, empezando por la de Catalunya y la del País Vasco, había despertado muchos recelos entre sectores conservadores, que consideraban que aquello podía suponer el fin de España. Pero aquellos ‘miedos’ o ‘alertas’ no proveían exclusivamente de sectores de la derecha, y algunos intelectuales procedentes de la izquierda también empezaron a escribir a favor de garantizar la unidad de España, mientras que otros intelectuales de izquierda consideraban más importante defender a ‘los pueblos’ – término habitual para referirse a los intereses nacionalistas que – a la integridad nacional, que parecía un alegato más propio de la derecha.

En ese contexto se enfrentaron dos columnistas, entonces de izquierdas, en el diario EL PAÍS, del que ambos eran colaboradores: D. Fernando Savater (filósofo anticlerical y una de las firmas estrella del periódico) y D. Federico Jiménez Losantos, director de la revista trasgresora de Barcelona llamada DIWAN. Para el Sr. Jiménez Losantos si la izquierda quería ser trasgresora debía defender el españolismo en Cataluña, mientras que para el Sr. Savater esa actitud ‘españoleadora’ era derechista. Esto causó una cadena de réplicas y contra-réplicas.

23 Junio 1979

LA CULTURA, MITO O TAUROMAQUIA

Fernando Savater

Leer
Porque sepan que «es la izquierda la. que crea, la que fomenta esa política cultural nacionalista- regionalista. Y cuanto más a la izquierda, más. "Claro que de esta. política reaccionaria es la derecha la que saca tajada" pero vaya a saber usted a estas alturas quién es la derecha de marras:

No sé si lo habrán notado ustedes, pero comienza a españolearse de nuevo. De pregunta nacional a respuesta cultural, pero España y olé sigue siendo una y a ti te encontré en la calle, antes de que pasara el cortejo de los Reyes Magos y Católicos. Una y diversa, faltaría más: desde hace mucho sabemos que «a todo lo largo y lo ancho de su geografía (hoy cultura), España es rica y varia dentro de su unidad de destino en lo universal», según tenía la amabilidad de informarnos oportunamente la voz de Matías Prats en los No-Do de hace unos pocos lustros. Ahora ya no se trata de reivindicar el Imperio en el que no se ponía nunca el sol -¡quién lo pillara!-, ni siquiera el Estado en su más férrea faceta centralista, ni de combatir la leyenda negra creada por la conjura internacional y la anti-España separatista y masónica. No; ahora hay que romper una lanza por el gigantesco molino de la cultura española, ya que España -sépalo quien quiera saberlo- es una unidad de destino en lo cultural, y el resto es ignorancia y crujir de dientes. Verdad irrefutable contra la que se estrellan tanto la conjura política de los separatismos (hoy nacionalismos), como la cerrilidad ignara de la izquierda, es decir, los vascos, los catalanes, don Alejandro Rojas-Marcos y los partidos socialistas y comunistas que les. bailan el agua de borrajas. Porque sepan que «es la izquierda la. que crea, la que fomenta esa política cultural nacionalista- regionalista. Y cuanto más a la izquierda, más. «Claro que de esta. política reaccionaria es la derecha la que saca tajada, pero vaya a saber usted a estas alturas quién es la derecha de marras: lo mismo que se puede ser republicano de la II República, pero monárquico frente a la posibilidad de la tercera, se puede ser también progresista de Fraga como mal menor frente a los horrores de Telesforo Monzón. De modo que a españolear se ha dicho. Las enumeraciones de glorias ilustres a las que les «dolió España» (y no Extremadura o Galicia) se acumulan en el edificante túmulo dorado de la letra siempre viva de la patria; Federico García Sanchiz y Ricardo León se desperezan. y, junto a los neogarcilacismos de diván en auge (pace Dionisio Ridruejo), se apuntan al revival de los felices cuarenta, presentado, no faltaría más, como vanguardia cultural frente a retrógrados y desestabilizadores.

¿Existe una cultura española? La respuesta es obvia y, por tanto, engañosa. Hay una cultura española, como hay una cultura vasca o una cultura marroquí, como hay una cultura europea y una cultura occidental, como hay una cultura contracultural y una cultura del barrio de Malasaña, como hay una cultura católica y una cultura confuciana, como hay una cultura de la pobreza y un Ministerio de Cultura. Cada cual corta el pastel de la continuidad confusa e indistinta por donde le pete; cada cual apellida a la cultura desde sus ilusiones, sus ambiciones o sus proyectos. Pero la decisión que más cuenta, la que lleva todas las de ganar en cada determinado período histórico, es la decisión calificadora del Estado vigente: no sólo prevalecerá e impondrá su unificación abstracta sobre las muy concretas diversidades que administra, sino que elevará este aunamiento a mito, le concederá verosimilitud ontológica, lo convertirá a la vez en sobrenatural -la España eterna- y en natural -reflejo de una geografía, clima o raza tan instituido como cualquier otra convención significativa-. La cosa es así de sencilla y así de compleja: hablar de cultura sevillana suena más arbitrario o absurdo que hablar de cultura española, porque hubo y hay un Estado español, pero no un estado sevillano; decir que sevillanos, catalanes, vascos y tinerfeños comparten todos una misma cultura «española» es algo justificado exclusivamente por un determinado avatar político, elevado por necesidades simbólicas a la dignidad mítica. Cada nuevo apellido puesto a la sufrida «cultura» señala el nacimiento de un nuevo designio o proyecto, pero no el descubrimiento de un nuevo inquilino en el topos uranos de las entidades inmutables: los que aspiran a acabar con los nacionalismos estatuidos hablarán de «cultura europea», de «cultura occidental» o de «la gran cultura iberoamericana»; los que pretenden combatir la abstracción estatal desde la reivindicación independizadora de lo diferente propugnarán la «cultura catalaría», o la «cultura vasca», o la «cultura andaluza». Naturalmente, nunca faltan apoyos «objetivos» para sustentar cada uno de estos calificativos, basándolos en realidades lingüísticas, étnicas, folklóricas, gastronómicas, religiosas, productivas, etcétera…, pero a fin de cuentas es la decisión unificadora o independizadora la que cuenta, el deseo de englobarse en un todo con el vecino o con el conquistado frente a la pasión delimitadora, diferenciadora y segregadora. ¿Aceptamos la España, Una, Grande y Libre como glorioso proyecto a defender frente a Europa y el mundo? Pues Mosén Jacinto Verdaguer y Lope de Aguirre serán, dentro de su peculiaridad y por ella, españolísimos. ¿Queremos que Cataluña o Euskadi recobren una entidad propia que se les ha negado o prohibido? Pues entonces Verdaguer y Lope se convertirán en adelantados de la identidad cultural que se busca. Y que conste que no hay una opción «buena y justa», mientras la otra es mala y caprichosa: tan mítica y verdadera es España como Euskadi, tan natural y tan artificial Cataluña como Castilla, tan distinto y vocacionalmente proyectado el Imperio Austro-húngaro como el barrio de Malasaña. La valoración se hará desde lo que uno quiere, desde la idea-fuerza de la vida que uno cree digna de ser vivida, desde el sueño comunitario en el que cada cual quiere saciar su afán de inmortalidad y plenitud.

Hace pocas semanas ironizaba con gracejo Julio Caro Baroja,en una conferencia pronunciada en Donosti,contra quienes parecen suponer que el «español» y «España» son arquetipos eternos que preexisten a la organización política de la nación y que, desde el alba de los tiempos, cualquier ibero que recorriese la piel de toro que mucho más tarde terminaría por ser España, ya era «españolísimo » por misterioso decreto de la providencia. Resurge ahora, afirmada dogmáticamente, la misma inverosímil historia: «No es España, como nación o Estado, la fuente imprescindible de la cultura española, sino al revés: es la cultura española la que alimenta la idea mism- a de España». Evidentemente, estos dislates no son patrimonio exclusivo de los nuevos García Sanchiz que otra vez nos españolean, sino que se oyen cosas parecidas en el lado de los separatistas-nacionalistas, obsesionados por buscar la «esencía eterna» de Euskadi, de Cataluña o de León, y de perseguir señas de identidad culturales que prueben la preexistencia inmemorial de unos mitos políticos -no hace falta decir que empleo la palabra «mitos» sin asomo de matiz peyorativo, antes al contrario- que en realidad han nacido precisamente contra una determinada situación estatal relativamente reciente en lo histórico. Porque quizá la idea misma de España haya nacido en contradicción y resistencia contra lo que España como Estado era; quizá una de las características más notorias del fenómeno complejo de la conciencia española sea constituirse en rebelión y mentís de lo que la idea de España como otro Estado moderno de la moderna Europa significa; y por eso quizá cumplen mejor como españoles los que hoy luchan por dejar de serlo al modo establecido que quienes aspiran como única y patriótica meta a convertir España en una ficha más del dominó de la OTAN o del Mercado Común. Pero volvamos a lo de la cultura. Es obvio que la determinación de la cultura por algún gentilicio de Estado que fue grande e imperioso puede dar a ésta amplitud, riqueza y elevación; además, no siempre ha de prevalecer el juicio moral teñido de resentimiento que descalifica a los conquistadores y exalta a los vencidos y sometidos exclusivamente por el hecho de serlo: los justicieros impulsos a favor de Vercingétorix no deben oscurecer la noble admiración debida a César, que es quien escribió la historia victoriosa de su doblegamiento. Pero hoy hay muchas razones a favor de preferir apellidos más ceñidos y distintivos para las comunidades culturales, varias de las cuales son también válidas para combatir el rostro del Estado nacional tal como ahora se le conoce. Negarse así a españolear no es un desacato a algún numen eterno al que se debe cultural pleitesía, tal como ayer se le debió político acatamiento, ni tampoco una muestra de cerrilismo ignorante e izquierdista (si algún cretino descalifica a Cervantes por «español» o cree que escribir en castellano comporta inevitablemente vicios morales, carguemos sus bobadas a la larga cuenta de quienes tanto y tan largo nos españolearon), sino vivo y estratégico interés por aquellas virtudes que Franz Kafka señalé, en su defensa de las literaturas nacionales: «Vitalidad, falta de coacción y popularidad.»

Recientemente, se nos revelaban por enésima vez, en prosa diarreica, los espantos bárbaros de la fiesta taurina. Se reprochaba a todo un señor ministro de Cultura el haberse interesado por un festejo contaminado por la corrupción -a diferencia de los ministerios, las universidades, el periodismo y el Congreso-, que hace tiempo debía haber sido sustituido por conferencias gratuitas sobre civismo cara a los próximos comicios, único remedio contra el creciente pasotismo de nuestros males. Y uno vuelve entonces a cobijar la cultura de estas tierras bajó las astas esperpénticas y fogosas del toro, que son desafío y defensa frente a la asepsia uniformizadora, la rutina racionalista y los viejos valores eternos defendidos por nuevos castizos cuyo conservadurismo ilustrado suena a todo menos a español.

Fernando Savater

01 Agosto 1979

DON TANCREDO

Federico Jiménez Losantos

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¿Y si yo me río de la dignidad mítica de Savater y llego a la aborrecible conclusión de que, avatar por avatar, doy por bueno el que me privó de la cultura y el Estado del Tremedal a cambio de la cultura y el Estado de España? ¿Qué pasa si pienso que acabar por ser compatriota de Savater, no siendo esto bueno, no es lo peor que podía haberme ocurrido? ¿Qué pasa si acepto ese curioso avatar y me aplico a mejorarlo? ¿Es eso españolear? ¿Es eso malo?

La afición del Ruedo Ibérico, que esperaba de sus intelectuales y críticos faenas memorables en la reapertura de la temporada democrática, vive en chasco continuo. Salten al ruedo morlacos temibles o peras en dulce, el diestro siniestro no se moja. Se alivia en la cara del toro, da dos trapazos, mira al tendido despreciando el ganado; si puede se adorna sin haber hecho faena y hasta hace algún desplante con el bicho mirando a otro sitio. Al fin, entra por uvas, y, si le sale asesino el bajonazo, se engalla; si no, lo acribilla y se inhibe ante la bronca del público defraudado.

No actúan de otro modo nuestros diestros intelectuales, cabezas del escalafón por sus méritos en la época del toreo de mentiras, que a la hora de la verdad, cuando no pueden hurtar el bulto, recurren al ventajismo más descarado, agotan el repertorio del fraude, echan mano del afeitado, de la estocada en el rincón o de la más pelada desvergüenza.

Desvergüenza es que en una polémica pública se citen abundantísimos párrafos entrecomillados sin citar el artículo o el libro de donde se sacan, se ataquen autores, grupos o revistas sin dar ni un solo nombre. Ventajismo propio de diestros siniestros, que, asentados en el crédito público, atacan la caricatura del que los combate, pero niegan al público la posibilidad de comprobar la identidad y los argumentos del contrario. Esa defensa del mandarinato está amparada, encima, por la manía de los periódicos de no publicar «ataques personales», como si no fueran ataques personales los que le hacen a las ideas de una persona, o como si las ideas en litigio encarnaran fuera de los que las alumbran y las defienden. El anonimato, en cuestiones de discusión ideológica y política, sólo favorece a la mafia de los instalados y perjudica siempre al público que busca más datos para formarse su propio juicio y, llegado el caso, tomar partido por uno u otro bando.

A ello, pues. Fernando Savater y Javier Marías han publicado recientemente, en estas páginas de EL PAÍS, dos artículos monozigóticos, asustadísimos por un fantasma que ven recorriendo España: nada menos que el fantasma español. Atendamos a la primera víctima del soponcio: Savater se queja de que le españolean. El lector, compadecido, acude a ver quiénes son estos nacionalistas violentos. No halla nombres, halla citas, cuentos, advertencias. De todo ello deduce que los males que espantan a Savater no son físicos, que lo que le ha sentado muy mal, si atendemos a lo que literalmente dice, es que un señor, concretamente yo, en un artículo glosando el último libro redivivo de Bergamín, defienda la tradición liberal y democrática de la cultura española ante los ataques y ninguneos que diariamente recibe.

¿A quién puede ofender que yo vea España como un libro abierto? ¿A quién puede molestar que se ataque la identificación de lo español con lo fascista? En principio, a algunos nacionalistas que fundan en ello buena parte de su negocio político. Pero, al cabo, la cultura no es grave enemigo público. Por lo demás, resaltar la unidad de los valores de la cultura y la democracia en España difícilmente puede perjudicar nacionalidades, regiones o autonomías.

Savater tiene que reconocer que los que así le conturban son demócratas, han sido antifranquistas, respetan el pluralismo. Lo que parece molestarle más es que lo practiquen. Así es en efecto: lo que verdaderamente molesta a Savater es que lo practiquemos con él. Que en la revista Diwan se le critique con asiduidad pareja a la suya en fatigar la imprenta; que, acostumbrado al halago de su generación, tropiece ahora regularmente con la crítica y la burla de la generación siguiente. Son los gajes del oficio de ideólogo: hoy tiras un panfleto contra el todo y mañana una parte te lo tira a ti.

Sólo al tanto de esa incapacidad savateriana de entender el toma y daca de la libertad de expresión puede el lector comprender el cúmulo de sinsentidos que el dizque filósofo amontona a mi costa en poco espacio. Tras proponer la «obviedad engañosa» de que el pastel de la cultura depende del que lo bautiza, y que lo mismo podemos hablar de cultura española que de la cultura del barrio de Malasaña, concluye doctrinariamente: es el Estado el que mitificará, embaucará, aplastará diversidades, hundirá lo que pille en su nombre, en su metafísico bautismo estatal de la cultura. Si un lugar de España no se nos antoja lógico como solar de cultura propia y diferenciada es simplemente porque no existe él Estado de ese lugar. A mí me puede parecer arbitrario que mi pueblo, Orihuela del Tremedal, provincia de Teruel, disponga de una cultura particular, pero si yo dispusiera del talento de Savater podría ver que, si existiera el Estado del Tremedal, tendría a la cultura española como vecina alcarreña. Que la práctica totalidad de los rasgos culturales de mi pueblo pertenezcan a la cultura española «es algo justificado exclusivamente por un determinado avatar político, elevado por necesidades simbólicas a la dignidad mítica».

¿Y si yo me río de la dignidad mítica de Savater y llego a la aborrecible conclusión de que, avatar por avatar, doy por bueno el que me privó de la cultura y el Estado del Tremedal a cambio de la cultura y el Estado de España? ¿Qué pasa si pienso que acabar por ser compatriota de Savater, no siendo esto bueno, no es lo peor que podía haberme ocurrido? ¿Qué pasa si acepto ese curioso avatar y me aplico a mejorarlo? ¿Es eso españolear? ¿Es eso malo?

Malo, en sí, no. «Tan buena o tan mala es la idea de España como la de Euskadi, Cataluña o León», dice Savater, aunque nadie le crea. Pero es que hay que españolear dentro de un orden, del orden que, por ser savateriano, llamaremos desorden; dentro de la chapuza teórica que, tras desmentir como puro «dislate» fascista mi afirmación de que «la cultura española es la que alimenta hoy la idea misma de España», subraya que la conciencia española nace precisamente como mentís a cierta idea del Estado español y, para destrozar cualquier pretensión de españolear por cuenta propia, dictamina: «Cumplen mejor como españoles los que hoy luchan por dejar de serlo al modo establecido que quienes aspiran como única y patriótica meta a convertir España en una ficha más del dominó de la OTAN o del Mercado Común. »

Esta declaración patriótica hay que contemplarla a la luz de la cultura española entendida rectamente, según Savater: «Uno vuelve a cobijarla cultura de estas tierras bajo las astas esperpénticas y fogosas del toro », bicho que ha de acabar con los «nuevos castizos, cuyo conservadurismo ilustrado suena a todo menos a español».

Cómo es esto? -dirá el lector. ¿Eran malos por españolear o son malos porque no son genuinamente españoles? ¿Es Savater el mejor español? Que «cumple mejor como español» parece evidente; mucho mejor que esos chicos, desde luego, que, por lo que dice Savater, deben ser agentes de la OTAN y del Mercado Común. Claro que ¿es verdaderamente antiespañol el Mercado Común?

En lo tocante a traducción política de su españolear, Savater se nos muestra más castizo que el Purgatorio. Aunque el Estado sea metafísicamente malo y no quepa mejoría ontológica de la fundación de otros a costa de éste, Savater no duda en preferir el desmantelamiento de lo que hay, aunque a él le da de comer. Porque es de malos españoles empeñarse en la organización democrática del Estado español. Cumplen mejor y más castizamente como españoles los que se dedican, no ya a fortalecer las autonomías, que al final será fortalecer la. salud misma de España, sino a sabotear por principio la horrible «abstracción estatal».

El techo de la eficacia política del españolear al modo de Savater lo constituye sin duda la inhibición crítica que propugna frente a los cretinos que denigran a Cervantes por ser español o a nuestra lengua por motivos parejos. Savater se alivia con el pico: la culpa de esa barbaridad es del franquismo. No es cosa nuestra demostrar lo inane de esas razones. Sus admiradores le agradecen la dispensa; porque, aunque sea evidente que un necio hace ciento, no hay que olvidar que el cretino amenaza con la estaca. Perdonémosle la vida, no sea que nos atice. Mantengamos españolamente quieta la lengua, compongamos la figura castizamente muda del filósofo que alza su pedestal en mitad del Ruedo Ibérico: don Tancredo.

Sí, aquel don Tancredo López que, disfrazado de Pepe-Illo, el primer gran torero, fingía la inmovilidad de la estatua pintado de blanco, fiado en que el toro lo dejase estar. Porque la ambición tancredil estriba en permanecer sobre la peana, inmóviles, maquillados de artistas inmortales, sin tener que habérselas con la fiera ni medir sus recursos con los del bicho. Por eso, Savater coloca la cultura española a media asta, espeluznado de que el primer derrote descubra la inutilidad de su peana filosófica, porque todos los émulos de don Tancredo -esa metáfora perfecta de los que pasan de todo, pero están a todas- no pueden, ni deben, olvidar la suerte repetida y, al fin, mortal de su don Tancredo primero, al que el toro, que no distingue la carne del leño, pero huele de lejos el miedo, acabó despanzurrándole el mármol. Destino ejemplar del que quiere estar en mitad del ruedo, del Ruedo Ibérico, sin torear, y al que, al final, por más que disimule, siempre acaba pillándole el toro.

Federico Jiménez Losantos

04 Agosto 1979

LAS TERMITAS, EN EL SENADO

Fernando Savater

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Lo malo que tenemos los aficionados a las polémicas es que llega un monento en que ya no podemos elegir con quién acostarnos y caemos. Tiene que contentarse con las mignardises de algún bufoncillo que quiere probarse a sí mismo que no está tan mal dotado como parece. Este último es ahora mi caso, mea máxima culpa, y así me las tengo que ver con el señor Losantos

Lo malo que tenemos los aficionados a las polémicas es que termina pasándonos lo de Mesalina: llega un monento en que ya no podemos elegir con quién acostarnos y caemos con el primero que pasa para satisfacer nuestro vicio devorador. Cuando aprieta el furor uterino de la controversia, todo vale, y uno acaba debatiéndose en el abrazo demoledor de cualquier garañón de la Suburra o tiene que contentarse con las mignardises de algún bufoncillo que quiere probarse a sí mismo que no está tan mal dotado como parece. Este último es ahora mi caso, mea máxima culpa, y así me las tengo que ver con el señor Losantos, por aquello de que en agosto se despuebla la urbe y no tiene uno donde elegir. Bueno, pues como a gran hambre no hay pan duro, trataré de sacar contento de este escuchimizado gladiador que me ha caído en suerte: a fin de cuentas, se trata nada más ni nada menos que del «director de la revista Diwan», luego es un chico que, a su edad, ya tiene hasta tarjeta de visita, adminículo que no deja de ser útil en caso de duelo. De puntería parece andar algo peor, pero eso también llega a aprenderse… si sobrevive uno para contarlo.

Se encrespa, para empezar, el señor Losantos de que no haya citado su nombre ni el de la revista que dirige al aludir a sus posiciones en el artículo mío que provoca esta contienda, La cultura española: ¿mito o tauromaquia? Hay para ello dos razones, que le expongo inmediatamente a modo de disculpa por un olvido que veo le ha escocido en su mismísimo… amor propio. La primera, que las opiniones del señor Losantos son tan tópicas, cien veces repetidas por los infinitos españoleadores a sueldo de unos o de otros que hemos soportado durante el último medio siglo, que sólo el revival que Losantos encarna, por razones luego comentadas, podría autorizar que su nombre apareciese firmando dictámenes que en tanto le preceden. No cité el nombre de Losantos, porque su nombre es Legión o, si se prefiere, Todos-los-santos. Y no cité a Diwan, La Bañera, El Bidet y demás ventanas por las que se asoma al mundo la fluida prosa de tal señor porque de cuando en cuando me gusta recordar aquella máxima de Chateaubriand: «Hay ocasiones en que debemos administrar ahorrativamente nuestro desprecio, porque hay demasiados necesitados de él. »

Pero tuve otra razón más poderosa para no airear su nada memorable nombre ni el de sus adláteres, y esta otra razón me parece que hiere en lo más vivo la sensibilidad trepadora de nuestro contendiente. Yo no soy una agencia de colocaciones para material de derribo literario con afán de medro. Comprendo que tal o cual señor que no es nadie -aunque no quiere que su nombre sea Nadie, como el de Ulises- decida por lo menos llegar a ser «ese chico que se mete con Savater»; pero sería demasiado pedir que, además, me dedicara a ayudarle espontáneamente. «El anonimato … », clama indignado el pobrecillo, «sólo favorece a la mafia de los instalados y perjudica siempre al… público.» No es público lo que quería ahí poner Losantos precisamente, sino «a los que estamos haciendo el meritoriaje». Pero como el resentimiento y la codicia de que le tengan a uno por algo sin molestarse en llegar a serlo son malos consejeros, Losantos se minusvalora. Lo único que ha logrado, precisamente, es formar parte de la mafia de los instalados, publicar hermosas tribunas libres en EL PAIS, salir por televisión y dirigir una revista, amén de haber logrado vender un libro gracias a la publicidad que le dio el que una editorial, en perfecto uso de su derecho de selección, se lo rechazase por malo. ¿Qué otra cosa cree el señor Losantos que hacemos los de la mafia de instalados? Porque esa «otra cosa» -ser autor de mis libros y no de las naderías de Losantos-, esa le está vedada, y por mucho que se enfade conmigo, no parece que tal carencia tenga remedio. Para consolarle, le diré que mi vida tampoco es un lecho de rosas (aunque aún menos una letrina, como la de otros). Losantos me aplica el método generacional (puro noventa y ocho el bendito) para asegurar que, tras haber recibido el halago de mi generación, ahora debo soportar la crítica y la burla de la suya. ¡Llega la hora del relevo y que corra el escalafón! Pues, no, hermano, no: ni halagos de mi generación, que buenos palos nos hemos dado y nos seguimos dando (aunque, por lo general, la gente tiene un poquito más de talla que Losantos, será cosa de la mixtificación progresiva de los sucedáneos de la leche materna), ni temor y temblor ante las fieras hordas de jóvenes impíos que quisiera encabezar el esforzado Losantos. Comprendo que ese mecanismo pudiera beneficiarle, pero todavía no cuela. Además de criticar los toros de antes por afeitados y los de ahora por mansos, el muletilla va a tener que torear y ni le van a dar la cabeza del cartel porque ya llegó su hora, ni la fascinación por los bebésprobeta está tan extendida como para que el respetable le vaya a sacar en hombros a la primera verónica de salón, ni van a faltarle críticos achacosos pero contundentes que te amarguen un poco el camino hacia la gloria. Como puede ir viendo por la de muestra…

Y vamos al tema de España, que es lo que más cuenta para los sufridos lectores (aunque, hipócrita lector, mi semejante y hermano, seguro que tampoco te disgusta asistir a una buena zurra). De la argumentación que yo exponía en mi artículo, Losantos no se entera, con lo que mal podría refútarla. Por lo visto, confía, como siempre suele, en que al público le interesará más la confrontación personal que el intercambio de argumentos y que puede dispensarse de todo lo que no sea repetir otra vez su tan celebrado lanzazo al cerril blasfemador contra Cervantes y eselavizador lingüístico de inmigrantes desvalidos. De ahí prefiere no salir, porque fuera rondan lobos contra los cuales quizá no basten los cuatro chistecitos oligofrénicos que son todo lo que guarda en el zurrón. «¿A quién puede molestar que se ataque la identificación de lo español con lo fascista?», pregunta, encampanado, este Cid de guardarropía. Respuesta: a quien esta cruzada contra una caricatura le parece encubrir el inicio de una nueva caricatura de cruzada. De nuevo se acerca el cortejo y, como vemos al paladín haciendo molinetes contra molinos con su tizona, cabe preguntarse: ¿qué busca ese primavera? Uno, hacerse notar: santo y bueno; otro, castigar a los demonios familiares que se dejen y que, mira por dónde, so n los de siempre: separatistas, izquierda, republicanos todavía no monárquicos, etcétera. Aquí, cada vez que se levanta la veda, se caza lo mismo y los mismos: debe tratarse de la tradición liberal y democrática de la cultura española… (por cierto, cada vez que oigo esa pendejada me acuerdo de la «tradición liberal y democrática» rusa de que hablaba Nabokov). Pero, silencio, que el granadero está empeñado nada menos que en la organización democrática del Estado Español. Renuncia generosamente al Estado del Tremedal, que no hay, pero no al Español, al que da por bueno por la consistente razón de que es el existente. Y si otros, menos resignados o con más tradición peculiar que los coterráneos del señor Jiménez, se proponen cosa diferente, ¡anatema sea! Lo bueno y vigorizante de las autonomías, Losantos nos lo dirá; el Estado posible, que es el que hay, sea nuestro horizonte, que así ya tenemos el ascenso claro y no estamos para aventuras; y la España eterna que no nos la toquen, que siempre viene bien para barnizar con mala retórica la renuncia a todo lo que no sea la pura, simple, timorata y desvergonzada reproducción infinita -tanto práctica como teórica- de lo de siempre.

Acaba Losantos vistiéndome de Don Tancredo y, para que la metáfora nada obvia le funcione, me reprocha verlas venir y dejarlas pasar, en lugar de parar, templar y mandar, como suele ser heroica conducta suya y de su ralea. Le agradezco sin duda el dicterio, pues más bien suelen reprocharme mi afán de estar siempre en el corazón de la lidia y «contra esto y aquello» que la apatía estatutaria. Espero que éste y algún otro tiento que voy a darle próximamente me devuelvan la animación que Losantos me quita, antes de que llegue el toro. A cambio, le regalo otra metáfora: según parece, las voraces termitas, chiquitas pero matonas, se están comiendo el palacio del Senado. ¿Afán de asimilación digestiva de las esencias patrias, atentado contra los estatutos en ciernes, ínfulas de protagonismo sustitutorio o parábola de decadencia? A Losantos le toca decidir, que de termitas sabe más que yo. Por mi parte, para confirmar mi bien ganada fama anglófila -a orgullo lo tengo…-, vaya esta despedida: el resto es silencio.

Fernando Savater

16 Agosto 1979

DON TANCREDO, EL MONOSABIO Y EL SALTO DE LA RANA

Federico Jiménez Losantos

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¿Pero quién se ha creído que es Savater? Más bien le hago favor poniéndolo a la altura de los que, precisamente por merecerme respeto y, en algunos casos, fuera de las discrepancias, aprecio, he criticado hasta la fecha. De todos, demuestra usted con creces ser el más deleznable.

Don Tancredo Savater, matador del todo, se ha tirado ostentosamente de su pedestal abajo para medirse conmigo. Tránsito tan violento de su todería a mi nadería, abandonar tan de golpe la peana, parece haberlo descalabrado. Tocado del ala, perdido el seso que no tuvo, se ufana en un artículo tarumba. Confundiendo estatua y estatura, presume ante la mía de su talla, con fino humor inglés de gentleman vizcaíno. Su presunción me asombra, pero no me confunde: tras de lo visto y leído, certísimo que aunque midiera un kilámetro más y pesara cien arrobas, seguiría teniendo menos talla y menos peso que yo. Y puedo asegurar que si hubieran de cambiarme por él de narices para arriba o de cintura para abajo, me sentiría muy disminuido.

Si a usía le va la marcha, a mí no pretenda asustarme con la catarata de insultos y amenazas que me dedica: «Españoleador a sueldo », «señor que no es nadie », «material de derribo literario», «este y algún otro tiento que voy a darle», «si sobrevive para contarlo», «una buena zurra», etcétera. Si no me dio miedo cuando estaba encima de la peana, imagínese ahora, que lo veo correteando por la plaza y haciendo el salto de la rana. De risa, vamos.

Agencia de famosos «Savater»

Los que hayan podido ver el número que don Tancredo me dedica, y que es el segundo ya, porque yo no hice sino descubrir su trampa de fingir un artículo sobre la cultura española para atacar subrepticiamente a un señor y más concretamente una revista, Diwan, que se han atrevido a meterse con él más de una, vez, habrán comprobado hasta qué punto llevaba yo razón. Ha mostrado Savater bien a las claras todo el rencor paranoico que allí intentó disfrazar de crítica política del españoleo… Para acabar pregonando que español, español, don Fernando Fernández Savater. ¿No pidió el amparo ancestral taurino para guardar la esencia de la cultura española? Yo. le obsequié con don Tancredo, metáfora taurina a su medida. Ahora dice que «siempre le han reprochado estar en el corazón de la lidia». Querrían decirle que, por estar en medio, estorbaba. Nada más.

«Llegar a ser el chico que se mete con Savater», vocación que usted me atribuye, considerándola y considerándose suficiente para hacerme rico y famoso, no se me hubiera ocurrido jamás. Pero así, dicho por usted, toma su verdadero carácter de mamarrachada paranoica, de megalomanía delirante. ¿Pero quién se ha creído que es? Más bien le hago favor poniéndolo a la altura de los que, precisamente por merecerme respeto y, en algunos casos, fuera de las discrepancias, aprecio, he criticado hasta la fecha. De todos, demuestra usted con creces ser el más deleznable. A racionarme la propaganda, llega tarde. Propagandistas de su calaña me sobran. Le pongo a la cola de los artistas nacionalsindicalistas, patriotas delirantes o estalinistas clásicos y euroconversos que, día sí, día no, me tiran sus mismas coces.

Por cierto, que no sabía que para atacar desde sus páginas a Gustavo Bueno y El Basilisco, a Diwan y Alberto Cárdín, los señores de El Viejo Topo (los mismos que me dieron su Primer Premio de Ensayo -por malo supongo- antes de su espantá editorial) le exigieron atacar mi estilo literario. Aunque no sea tan viejo como parece, se ve que está usted en las últimas. Claro que si de ahora en adelante ha de ir ha lagando a su público haciendo el salto de la rana, lógico es que se asegure la charca. Mal debe don Tancredo verse a pie cuando así se empina: «Esa otra cosa -ser autor de mis libros y no de las naderías de Losantos-, ésa, le está vedada, y por mucho que se enfade conmigo, no parece que tal carencia tenga remedio.» Carecer de lo que ahí exhibe Savater, apasionada piedad para consigo, me consuela. Con al guien capaz de escribir cosas así, difícil sería enfadarse. Sólo que da compadecerse o mandarlo a hacer gárgaras.

Por último, don Tancredo entra a matar, huyendo. Como soy flaco, pincha en hueso. Resulta ahora que el altísimo don Tancredo, que pasaba del todo y de todos, del Estado y de los estados, de la política de derechas y de izquierdas, que nunca metió baza más que para decir que no jugaba, se acuerda ahora de la política rastrera, esa perversión del Poder, y me acusa de levantar la veda contra la izquierda. Yo solito desde la eternidad en que él me abandona, voy a acabar con la ahora apreciable contingencia de las alternativas de poder, de los estados de repuesto, de todo. ¿Cómo? Organizando la España eterna de la más peregrina manera: con un libro sobre cuestiones de actualidad española, esa cosa que Savater despreció siempre en sus celestiales libros. Pero ahora nos compensa ofreciéndonos el medio infalible de descubrir intelectuales enemigos de la democracia. ¡Ahora sabremos seguro quiénes son los fascistas! ¿Quiénes? Los adversarios de Savater, él nos lo dirá.

Con los falsos enemigos que me adjudica, don Tancredo reanuda la grotesca actuación pública de un monosabio que saltó hace poco al ruedo a barrer los terrenos de la suerte de su maestro, que, si por única y pasmada no admite peonaje, agradece el apoyo logístico en las grandes batallas de denuncia política que ha emprendido. Aludo a la nueva máscara de lo de siempre de Javier Marías, que también se nos ha vuelto ahora militante.

El monosabio

Que el señorito Marías -permítaseme llamarlo así para no confundirlo con su señor padre- iba para filósofo de la política, al modo de don Tancredo, pudo imaginarlo el lector de este periódico cuando lo admiró, en vísperas de elecciones, glosar su intención de aprovechar mejor el tiempo del voto quedándose en casa a leer la llíada. Vamos, como si se tratara de elegir entre Homero y Suárez o como si votar a Felipe González fuera no ya contra Marx, sino contra Platón y Aristáteles juntos.

Semejante inteligencia política, dotada de un estilete literario a juego, ataca y desbarata una conjura neofranquista, neofascista o neoespañolista (todo es uno y lo mismo, mira por dónde) en la que pormenoriza lo que don Tancredo apunta. Pero antes de buscar asilo político, se presenta como destinatario de toda la operación facha. Se trata de liquidar a quienes han descubierto -él en primer lugar- la universalidad literaria en España, cosa que ha provocado la operación Galaxia Gutenberg. Yo insisto en que la tribu tancredil cite nombres y textos, porque, de hacerlo sin disimulos, cobrarían sus quejas.su aténtica dimensión. Todo lo que demuestra saber de la «ofensiva» el señorito Marías, o lo único que podemos comprobar que ha leído, de lo que ataca, es el texto de Umbral publicado en EL PAIS que sirvió de presentación a mi libro Lo que queda de España. Allí, recordando unas declaraciones del señorito a este periódico’ diciendo que sólo leía inglés, decía Umbral que bueno, pero que no se empeñara luego en escribir en español, porque así le salía. ¿Quién había de pagar lo que su imprudencia le costó a su vanidad? Yo, naturalmente, que era el que salía bien parado de allí, toda vez que mi mérito nacía de comparar mi libro con los suyos. Fácil me lo ponía Umbral, lo reconozco, pero ¡bueno se ha puesto el señorito!

Así que, ni corto ni perezoso, el monosabio se lanza al ruedo y, tras dos o tres despiantes, empieza la charlotadá: torear su particular ofensa como universal ofensiva. Chulería no le falta: él, con una frase, hubiera acabado con la Historia de Aguinaga, Puértolas y Zavala. Menos aún: callando los hubiera deshecho. (Que sea silencio inglés arcaico, porque como lo entiendan le van a zumbar en ruso más que a una estera.) Después, apela a la autoridad: no me deberían dejar escribir en ELPAIS. Eso decía Castellet el otro día en La Calle, en vez de ponerme velas, porque aseguraba que le ponía de punta los pelos que ya no tiene. Debería curarse de espanto haciendo lo que a su vera aconsejaba María Aurelia Capmany: «Como no soy masoquista, no leo nunca ese folleto propagandista del Imperio hacia Dios que se llama, creo, EL PAIS.»

Pistolerismo y dialéctica

El señorito también habla de oídas. Como Lo que queda de España no está en inglés, y sólo lee a Umbral en el periódico -lo que está bien, pero no es suficiente-, echa mano de lo que sus amigos le han dicho de los cuatro números de Diwan y de algún chiste de La Bañera. Me hace reproches pintorescos, como no dedicarle un ensayo a cada escritor español bueno y andar escogiendo los que más me interesan. Luego pasa a calificar la «ofensiva españolista», que «aunque sea contra fantasmas», es «xenófoba», «patriotera» y «trata de revivir los tiempos del Imperio». Dice de los ofensores: «Poco importa que tras ellos haya tal vez un pasado izquierdista. Su presente es neofranquista.» Y, al fin, la retahíla acaba por donde empezó: agravios de estilo. «El estito de la ofensiva se basa en buena medida en el insulto -no en la invectiva- personal. Es este un recurso fascista de pura cepa: a falta de argumentos, sal gorda, chistes, chabacanería demagógica, calumnias, vejación, injurias, puños y pistolas. »

Lo del humor como fascismo en última instancia, señorito Marías, es una reliquia teórica irresoluble y en cuanto al modo de atacar, después de leer a Savater, allá cada cual con su estilo. Pero eso de los «puños y las pistolas» es harina de otro costal. Su vanidad ofendida ha pasado a algo inu « cho más serio, aun viniendo de usted: nada menos que a denuncia pública de pasar de las palabras a los hechos, de usar la violencia contra nuestros adversarios ideológicos. Y como ese «pasado izquierdista» que certeramente nos atribuye supone haber pasado por el peligro y el miedo, la comisaría o la cárcel, precisamente por defender las libertades públicas contra la dictadura, yo le exijo al monosabio que deje de hacer el mono. Y que pruebe, con nombres y apellidos y con textos concretos de Diwan y de Lo que queda de España, que allí se hace apología del fascismo y de Franco, que se denigra consecuentemente la democracia, que se ataca a vascos o catalanes por el hecho de serlo o que se predica la imposición de idioma alguno a nadie. No dude en denunciar cuantas veces hayamos usado «los puños y las pistolas» con aquellos que hayamos criticado. Hágalo, señorito Marías, pero hágalo ya, porque, sí no lo hace, quedará públicamente demostrado que el único embustero fascista, el único niño litri-facha de esta historia es usted.

Hasta ahora

En cuanto al modelo publicitario nazi que nos atribuye para justificar agresiones, «Polonia invade Alemania», así como las referencias a escritores catalanes en castellano, yo puedo contestarle con un dossier (como el que le exijo a usted) que muestre públicamente la campaña de falsificaciones, injurias, intimidaciones y amenazas de las que, a mi sí, me han hecho objeto ciertos grupos políticos de Barcelona. Como yo me tomo más en serio la política que usted, mientras no esté aprobado en la «Cortes el Estatuto de autonomía de Cataluña, creo que no debo hacerlo y me callo. Pero hay algo que quien me haya leído, aun los más acérrimos enemigos políticos, no me ha negado nunca. Yo he corrido todos los riesgos políticos necesarios, asumiendo públicamente lo que he escrito, porque sinceramente creía que era verdad. Puedo haberme equivocado o no, eso ya lo iremos viendo. A mí me han considerado equivocado, confundido hasta la obstinación, pero nadie mentiroso ni cobarde. Yo, mejor o peor, he toreado de verdad. A unos les ha gustado y a otros no. Pero nadie me ha visto hacer el don Tancredo o el salto de la rana. Usted, señorito Marías, y vos, altísimo don Tancredo, lo habéis hecho bastante a mi costa. Ahora podéis volver al charco.

Federico Jiménez Losantos

 

21 Agosto 1979

LA VANIDAD EN VANO

Fernando Savater

Leer
Losantos me pregunta: «¿Pero quién se ha creído que es?» ¿Y tú me lo preguntas? ¿Ya no se acuerda de mí? Soy ese señor al que se dedicas doce páginas de invectivas. Me reconviene: «Debería estarme agradecido ... » Pues no, no lo estoy «hay honra en ser devorado por los leones, pero ninguna en ser coceado por los asnos»

Parece que agosto se ha empeñado en sobarme el nombre, al menos en este periódico. Un día es Losantos, que va y vuelve con su Tancredo apodíctico; el otro es Cardín, que me envía a la anatoliana isla de los pingüinos en la siempre grata compañía de Pierre Clastres, y, hoy sí y mañana a lo mejor también, salgo en la cosa de Ullán, en la que se añora y se hace aflorar a Umbral. Es la fama, por fin. Pero no quiero incurrir en megalomanía y paranoia: son sólo casualidades, ocupación de gente ociosa. Losantos me pregunta: «¿Pero quién se ha creído que es?» ¿Y tú me lo preguntas? ¿Ya no se acuerda de mí? Soy ese señor al que se dedican doce páginas de invectivas en cada número de Diwan, o en La Bañera, o en la ya fenecida -¡qué injusto es el mundo!- Revista de Literatura. El más humilde se sentiría halagado, y Losantos me reconviene: «Debería estarme agradecido … » Pues no, no lo estoy, y es que, como advirtió Valle Inclán, «hay honra en ser devorado por los leones, pero ninguna en ser coceado por los asnos». De todas formas, algo me verán Losantos & Co. cuando tanta atención me dedican. Me atrevo a suponer que como tal atención no es de argumentación y refutación crítica, sino que pertenece al campo patológico del insulto compulsivo, se busca por medio del escandalillo pseudoiconoclasta la promoción de quienes no la lograrían por otro medio. Por eso a Losantos no le asustan mis vapuleos dialécticos, sino que le encantan: no me extrañaría que en su próximo tercio incluyese un formulario de suscripción a la revista que entre él y yo promocionamos. El señor Losantos afirma jubiloso que no quisiera cambiarse conmigo por nada del mundo. Por lo que sé, es dado a estas resignaciones a lo ineluctable disfrazadas de elección voluntaria: el otro día, renunciaba al Estado Libre del Tremedal y aceptaba el que de todas formas le ha tocado en suerte; hoy, con parejo estoicismo, renuncia a una metamorfosis nada obvia y decide que mejor no meneallo. Pues él sabrá. En todo caso, puedo asegurarle que mi indiscutible vanidad es como la de san Agustín; «Cuando me considero en mí mismo, nada valgo; cuando me comparo, valgo mucho.» Añado un correctivo de modestia, que el orgullo del santo no consintió: cuando me comparo con Losantos y subcosas de su género, no cuando topo con eminencias más venerables. Sigamos. El arte intimidatorio de Losantos, que conmigo, lo siento, no le funciona, se apoya en dos armas cargadas de futuro: la mentira y la tergiversación. Vamos con algunos ejemplos de ambos géneros. Miente Losantos como el bellaco que es cuando afirma que he asegurado alguna vez pasar de todo, que no me ha importado la política de derechas ni la de izquierdas y que nunca metí baza mas que para decir que no jugaba. Miente a sabiendas porque en mis libros me he referido más veces que lo hubiera deseado a la actualidad política española, porque no tiene más que preguntar a algunos de sus hoy colaboradores qué y cómo fue cierta campaña por la amnistía de los presos comunes y contra la cárcel, porque nadie ha sido expulsado de la universidad franquista por pasota -los toros no eran entonces las vaquillas emboladas que lidia Losantos- ni ha visitado Carabanchel por abstenerse. Y miente también, ya enviciado, cuando asegura que mi artículo sobre la cultura española y contra la vieja «España esencial» que él y otros nos quieren vender era un ataque personal contra un señor y unas publicaciones cuya atención hacia mí durante mucho tiempo nunca había recompensado con nada que no fuera desprecio. Discutí los malos tópicos de Losantos porque trataban no de mí, sino de algo como España, las Españas y las anti Españas, el Estado y la lucha concreta y actual por su revocación, temas todos ellos que precisamente porque no paso de todo me interesan y de los que ya me he ocupado en muchas ocasiones y a lo largo de bastantes años.De lo que allí expuse, él no quiere saber nada y prefiere creer que es un falso artículo contra un ente verdadero, su propia persona, cuando en realidad se trata de un verdadero artículo en el que su persona, por falsa e irrelevante, no aparecía más que en forma de cita de las proclamas a las que sirve de megáfono o, mejor, de sonotone.

Mi artículo respondía a otro del señor Losantos sobre Bergamín en el que se tergiversaban las ideas de dos de los españoles a los que leo en los descansos que me deja la absorción masiva de literatura inglesa. Uno, Rafael Sánchez Ferlosio, cuyo estupendo artículo sobre Villalar y el barullo de las autonomías organizadas como forma de descentralización del Estado y no como emancipación de él, se convertía poco menos que en un adalid de la España una y grande, cuya intangibilidad cultural reclama Losantos. Precisamente, Ferlosio tiene sobre este tema unas páginas muy hermosas, incluidas en el volumen segundo de Las semanas del jardín, en las que discute un Menéndez y Pelayo, bastante losantiano, con Juan de Mairena y un vejete, en una taberna sevillana. Allí el vejete proclama, frente al españoleo de Meriéndez y la ironía de Mairena, defender la España de los cuatro reinos, la que expira con los Reyes Católicos, tal como cayó la Italia de Venecia y Florencia, de Lombardía de Módena y Parma o la Alemania de las ciudades libres. Menéndez y Pelayo, exaltado, le acusa de judío y de estar dispuesto a franquear de nuevo el paso del estrecho a la morisma… Como Goytisolo, vamos. Y el otro español tergiversado -aquí viene lo bueno- es el propio Bergamín. ¿Se acuerda Losantos de-aquello que yo decía en mi artículo y que a él le hizo tanta gracia, a saber, que quizá sean más verdaderamente españoles en el sentido menos programático y reaccionario del término los que luchan contra la España de los Menéndez y los Pelayos de hoy que los que la apoyan? Pues mira por donde Bergamín, quizá sabedor de ciertos manejos que se cometen con y en su nombre, ha publicado un artículo en el diario vasco Eguin donde, a cuenta de tomar defensa de las manifestaciones de guerra a España que un diario francés atribuyó a Telesforo de Monzón, afirma: «Contra esa España (la de los curas, bachilleres y barberos que siguen mandando en ella) es contra la que pelea el pueblo vasco y con él Monzón. Esa España (vuelvo a insistir en repetirlo) que era aquélla y sigue siendo ésta, sólo que muchísimo peor, es la España contra la que yo llevo peleando, dentro y fuera de ella, más de la mitad de mi vida… Y sé también que a los españoles de la España quijotesca no podían herirles las palabras atribuidas a Monzón. Porque ven, como yo lo veo en la valerosa lucha del pueblo vasco, todavía una desesperada esperanza para los demás pueblos españoles que apenas (¡y a qué duras penas!) si pelean; si pueden o quieren pelear. Incluyendo a los catalanes.» Y acababa con una cita de Unamuno: «Mi pelea es porque cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro.» ¡De modo que el españolismo de izquierdas era esto y Losantos, el muy taimado, no nos lo quería decir … ! Pues nada, ya han caído los trajes nuevos del emperador y el bicho vuelve a ir desnudo, como merece. Antes me reprochaba Losantos acabar mi faena pinchando en hueso; pues aquí tiene la estocada secreta de Lagardére… en el rincón de Ordóñez.

Acabo, que el asunto ya no merece más vueltas. ¿Vuelvo a dar el salto de la rana? Por mí que no quede: cuá…cuá… cuarenta años de españolistas y españoleadores ya han sido suficiente. Y ahora me retiro, que la res no da más juego y basta con una faena de aliño.

Fernando Savater

El Análisis

EVOLUCIÓN DISPAR

JF Lamata

Para un abertzade los Sres. Savater y Jiménez Losantos serían un par de fachas que durante un tiempo fingieron ser progres. Un juicio de escaso valor, puesto que para los abertzades son fachas todos los que no comulguen con sus ideas.

En 1979 aunque tanto el filósofo Sr. Savater como el profesor Sr. Jiménez Losantos escribían para EL PAÍS no estaban en el mismo nivel. El Sr. Savater ya era un ‘peso pesado’, mientras que el profesor Jiménez Losantos – que aún no se había convertido en el gran apostol del liberalismo como sería un par de décadas después – era escasamente conocido, salvo en determinados sectores de la clase intelectual catalana. De hecho el Sr. Savater acusaba al Sr. Jiménez Losantos de querer hacerse famoso a base de polemizar con él (y es cierto que las polémicas han jugado un papel importante en el papel del Sr. Losantos). La escaramuza Savater-Losantos fue llamativa por producirse entre dos colaboradores de un mismo periódico. Aunque no sería la última vez, años después, en el mismo periódico se enfrentaría con los hermanos Sádaba, y aún más demoledora serían las peleas entre el Sr. Savater y el columnista D. Eduardo Haro Tecglen con el que se enfrentaría por su visión de Euskadi y sobre Orwell.

La popularidad del profesor Jiménez Losantos saltaría unos años después, con el Manifiesto de los 2.300 y el posterior atentado terrorista contra él. Y, años después, el Sr. Jiménez Losantos llegaría a ser uno de los hombres más poderosos del mundo mediático español. Para ese momento, dicho sea de paso, el Sr. Savater tambián habría pasado a ser un ‘españoleador’ a ojos de los nacionalistas, aunque eso no impediría que siguiera teniendo enfrentamientos con los otros ‘españoleadores’ como D. Pablo Sebastián.

J. F. Lamata